Un nuevo año ha comenzado a florecer, y con él nuevas cosas se asoman entre sonrisas, prometiéndonos que nuevas metas dentro de poco deberán forjarse, para atraer a nuestras vidas aquella felicidad que tanto hemos anhelado. No obstante, para que eso ocurre, es necesario dejar cosas atrás. Cosas de nuestro pasado que no nos permiten avanzar. en ocasiones esas cosas que como cadenas nos mantienen atados al piso se encuentran mucho más cerca de nuestro entorno de lo que creemos. Específicamente en personas muy cercanas a nosotros. Personas entre las que crecimos y que tenían por labor darnos todo el amor del mundo. Ojo, y con énfasis hoy te digo que dar amor no es ningún delito, y recibirlo; mucho menos. Por esa razón, es que esta nota no tiene por objeto sacar a flote mal agradecimientos o desplantes en contra de aquellos que, nos dieron todo en algún momento de sus vidas. Con este año que comienza, es necesario soltar todo lo que nos hace daño, para así poder avanzar. El día de hoy, te presento una nota un tanto distinta a la que probablemente estás acostumbrado a leer. Esta nota, cuenta una historia de terror vivida por muchos, y en la que los villanos no son protagonizados por entes o seres monstruosos. Nuestras familias, y el «amor» que nos profesan desde niños, solo para volverlos con el paso del tiempo seres indefensos, incapaces de construirse un futuro.
En nuestra cultura latinoamericana el apego a nuestras familias es un tema nada extraordinario y visiblemente común. Desde pequeños se nos enseña a que la familia es la base de una sociedad; que debemos permanecer junto a ella en todo momento, aun cuando esa unión se torne un ciclo enfermizo y de entera obsesión, en el que la simple idea de alejarse o realizar algún tipo de meta que garantice la desunión de este núcleo, sea considerado como un mero acto de egoísmo. Nos enseñan que caminar juntos es sinónimo de amor, y que el deseo de recorrer horizontes distintos a los de nuestras familias no si quiera vista con una opción a considerar.
Seguro te sientes identificado o identificada con la siguiente descripción, y eso se debe justamente al tipo de crianza bajo la que nos desarrollamos. Vivir con padres controladores, por ejemplo, es un suceso más común de lo que podría pensarse. Y es la forma más bella y por excelencia de manipulación habida y por haber. El rostro del «amor» que justifica la sobreprotección y una aparente obligación de «obedecer» a las exigencias de nuestros progenitores bajo la razón a la que muchos recurren; «me preocupo por ti».
Muchos, desafortunadamente; no le prestan la suficiente atención e importancia a este tema. Pues simplemente se cree irrelevante. Pero resulta ser que la importancia de cortar lazos con «familiares tóxicos» es mucho más sobresaliente, tanto que inclusive, no nos sería difícil encontrar personas que, pese a ya contar con una vida realizada, aún permanecen bajo el yugo de la sobreprotección. De las manipulaciones constantes, y las cuales encima de todo, siguen siendo percibidas como las más leales pruebas de amor. No, la manipulación no es una forma de amor. Los chantajes tampoco lo son. La sobreprotección es el acto más vil escondido tras una aparente muestra del más devoto amor porque así, se garantiza tener aves sin alas. Flores creciendo entre las cuatro paredes de una habitación, sin tener la más mínima posibilidad de sentir los rayos del sol. Si bien, y hay que dejar en claro que el desentendimiento tampoco es una forma de amor. Si es importante tener un equilibrio para ayudar a crecer y ser ese apoyo que los hijo necesitarán al momento de errar. De lo contrario, los padres se volverán demonios. Demonios a los cuales se nos mentaliza a querer. Y los que culparemos (pese a que en algún punto de la vida ya no será válido hacerlo).
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