Nada extraordinario hay en que los políticos, igual que el resto de los seres humanos, mientan para alcanzar sus objetivos sectarios. Las discrepancias con la realidad podrían convertirse en motivación, ideal programático y/o debate democrático. El peligro está en que la política, como ahora, únicamente consista en mentir; en que pasemos de la mentira política a la política de la mentira; en que suframos una auténtica mentirocracia.
“Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca
se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé,
puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas”.–Hannah Arendt, Verdad y política
¿Siempre es legítimo decir la verdad? Pregunta embarazosa que, siendo honestos y no menos vacilantes, sólo es posible responder de una manera: depende de las circunstancias particulares (razonómetro universal por antonomasia). Si falseando evitamos determinado conflicto de funestas consecuencias, atenuamos el sufrimiento de un ser querido, inhibimos la conducta de cierto agente dañino, sacrificamos bienes por otros de mayor valía, accedemos a la justicia amurallada de estériles formalismos, tal vez sea válido –¿y por qué no?, hasta obligado– apartarnos de la cosa en sí, renunciar al ser, y estimular las fibras sensibles del interlocutor para despertar en él su intrínseco deseo, privilegiar el deber ser. ¿El fin justifica los medios? Nuevamente: según los fines, según los medios, según quién, según dónde, según el caso concreto. Incluso así lo reconoce nuestro orden jurídico penal a la luz de figuras tales como presunción de inocencia, prohibición de autoincriminación, encubrimiento entre parientes, estado de necesidad, etc. ¿Por qué nosotros no habríamos de hacerlo?
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Vivir rodeado de simulacros es lo más normal entre homo sapiens sapiens –aunque no exclusivo, pues el fraude abunda en el reino animal, ¿no es así, sepias?–. Quizá a causa de que el hombre, temeroso de una verdad que lacera, oculta su singularidad en lo abstracto y universal (como sostiene el “maestro de la sospecha”, Nietzsche, en su obra Sobre la verdad y mentira en sentido extramoral), acostumbra mentirse a sí mismo y gusta de que otros le mientan. Todos fingen ser racionales, pero no lo son. Así lo demostró la investigación Sobre el estudio cognitivo de la mentira humana: nuevas direcciones empíricas en la exploración de los procesos cognitivos que subyacen el juicio de detección de la mentira (permítanme tomar un leve respiro), realizada por la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), en el cual se determinó, tras evaluar a 464 personas, que la mayoría de nosotros miente en promedio al menos una o dos veces diarias. ¿Nada extraño, cierto? La buena mentira, por definición seductora, auténtica y memorable, desarma a cualquiera y de múltiples formas. “El embuste, al revés de la verdad, tiene cien mil figuras y un campo indefinido”, escribió Michel de Montaigne.
Por eso, tampoco nos molesta ver cómo –incluso en territorios de las ciencias más duras– triunfa la posverdad, esa tendencia degenerante y responsable de borrar los límites entre verdad y mentira, en la cual los hechos objetivos influyen menos que las emociones y las creencias personales cuando de opinión pública se trata, al grado de que charlatanes son absueltos de cualquier juicio, en tanto que veraces sufren las sociocidasconsecuencias del ostracismo, por la sencilla y corrompida razón de que los primeros (torpes aplaudidores) tan sólo se dedican a fomentar y reforzar los prejuicios, a diferencia de los segundos (valientes progresistas), quienes hacen de la crítica (madre de la evolución social) su admirable modo de vida.
Entonces, queda de manifiesto que allí donde respira el hombre reina una dialéctica basada en la mentira (que a estas alturas podríamos definir como aquel acto comunicativo que pone en la escena cognitiva una descripción que no se condice con el mundo sensible), y hallamos realidades, saberes, pensamientos o emociones enmascarados. Ahora, si bien la mentira –lo mismo que el suculento pecado– está en todos lados, existen áreas de la vida en que la pantomima resulta más evidente y, para algunos, necesaria. Este es el caso de la política, peligroso “arte de disfrazar de interés general el interés particular” (en palabras del literato y filósofo francés Edmond Thiaudière) que hace del engaño su principal rasgo distintivo, según han denunciado casi todos los hombres de genio (Jonathan Swift y Hannah Arendt, son dos autores imprescindibles sobre este tópico), y como podemos constatarlo en el devenir cotidiano.
Mentira es a política como oxígeno a ser humano. Entre titiriteros (impostores protagonistas que a ratos, por conveniencia, se mezclan, sólo por encima, con los espectadores) es de sobra conocido que conviene más triunfar, no en los hechos, sino en la romántica psique de los gobernados (“una vez implantada la duda y despertadas ciertas emociones, es muy difícil que retomen su estado original”, se dicen unos a otros); que el blanco son las esperanzas, no así los problemáticos resultados, casi siempre delatores de incapacidad. Máxime en contextos inestables como el nuestro, donde la posverdad, como se dijo, carcomió las (ahora lo sabemos) no tan sólidas bases del progreso, engañar es sinónimo de gobernar. Tanto es así que hoy día los líderes veraces resultan ser unos falsos políticos, y nada de viceversa.
En política la verdad es débil, y la razón de ello es que esta suerte de pseudocienciasocial, como cualquier relación de poder sustentada en el consenso mayoritario, vive de la opinión pública, o sea, de todo cuanto encaja en el senil –aunque todavía ingenuo– imaginario colectivo, más allá de realidades tangibles, de verdades con minúscula, y que además es de general aceptación. Al respecto, concluía James Madison en el ensayo número XLIX de El Federalista:
“Si es cierto que todos los gobiernos se apoyan en la opinión, no es menos cierto que la fuerza de la opinión en cada individuo, y su influencia practica sobre la conducta, dependen en gran parte del número de individuos que cree que comparten la misma opinión. La razón del hombre, como el hombre mismo, es tímida y precavida cuando se halla sola y adquiere firmeza y confianza en proporción al número de aquellos con quienes se asocia”.
De ahí que los gobiernos, algunos más que otros, hagan de la inmarcesible esperanza humana su principal surtidor de autoridad y, por tanto, de la mentira una moneda de uso corriente. Cual hábiles prestidigitadores, quienes asumen el control de la fuerza legítima saben que los destinatarios del poder tienen una visión del mundo instalada en lo profundo de su mente que deben –so pena de morir congelados por el gélido rechazo social– explotar, fomentar, consolidar, sin que sea relevante la bondad, razón, justicia, corrección o idoneidad que exista detrás de esa visión.
Algunos pensadores (acaso fieles simpatizantes de Ápate, divinidad griega del engaño) defienden al embuste gubernamental y lo elevan a la categoría de virtud, bajo el entendido de que política es acción al servicio de la transformación social, un puente tendido hacia lo que debería ser, la más civilizada forma de administrar los insumos del progreso, por lo que en su desarrollo discursivo –insisten estos embelecos– resulta válido darle la espalda a la verdad tergiversando hechos, inventando triunfos sin sustento real y prometiendo hasta lo imposible en aras de trazar una ruta operativa pavimentada de esperanzas, es decir, establecer las condiciones necesarias para lograr que la gobernanza sea expedita. En otras palabras: de acuerdo a esta (im)postura, en el ámbito político se legitima al engaño en función de que los decisores públicos, quienes son electos para mejorar el estadio heredado, no deben anclar su discurso al presente, a lo que es, sino que han de hablarle al futuro, a lo que debería ser. Después de todo, como sostiene el iusfilósofo Jorge Roggero, “el decir ya no tiene por función decir el ser, sino producirlo: el ser es un efecto del decir”.
En sentido opuesto hay quienes afirman, categóricamente, que la mentira en la vida pública debe ser censurable y desacreditada, no por cuestiones morales o filosóficas, sino por el mero hecho de que sin verdad, sin una visión objetiva de las circunstancias, sobre todo en las democracias, es imposible hablar de política. Pensémoslo: al suponer un ocultamiento de la información que es de interés social, la mentira en política atenta contra los fundamentos democráticos de la política misma, tales como la libertad (nadie consigue emanciparse desde la ignorancia), la igualdad (difusión selectiva de información es, en el fondo, un acto discriminatorio), la pluralidad (el monopolio informativo imposibilita la existencia de opciones distintas y contrapesos efectivos), la publicidad (se insiste: engañar es encubrir), entre muchos otros. Puesto que deforma nuestra realidad social, generando discrepancias polarizantes entre hechos y dichos, la mentira política obstaculiza los procesos comunicativos propios de las repúblicas deliberativas, dentro de las cuales, a falta de datos fidedignos, son inviables tanto la representación como la participación.
Volvemos a la premisa inicial: sea una u otra la posición adoptada (de aceptación o rechazo frente al engaño político), lo único cierto es que la mentira se mantiene estrechamente vinculada a la política, de suerte que, como ocurre a nivel interpersonal, habrá escenarios gubernamentales donde aquélla sea válida y otros en los que no. De nuevo: todo depende de las circunstancias concretas.
Nada extraordinario hay en que los políticos, igual que el resto de los seres humanos, mientan para alcanzar sus objetivos sectarios. Una pizca de legítimo engaño a nadie perjudica, aun tratándose de la res pública donde discrepancias con la realidad podrían convertirse en motivación, ideal programático y/o debate democrático. Lo sorprendente –y sobre todo peligroso– está en que la política, como ahora, únicamente consista en mentir; en que a base de palabras esperanzadoras pretendan cambiarnos la perspectiva en lugar de la realidad (muy a la Edipo Rey, quien decidió, según Sófocles, arrancarse los ojos para no ver más su trágica e incestuosa situación); en que el de por sí incierto destino dependa de obvios ilusionistas y sosos payasos, en vez de verdaderos gobernantes, capaces hombres de Estado. ¿Les suena familiar?
Estamos de sobra acostumbrados a la mentira como arma política. Sexenio tras sexenio, gobierno tras gobierno, color tras color, promesas incumplidas van y absurdas excusas vienen. Sin embargo, en México jamás habíamos presenciado, al menos con semejante evidencia, con tal contundencia, el exceso aristotélico en el discurso oficialista, esto es, a la mentira política en su máxima expresión, al sistema democrático en su más profunda decadencia. Quizá esto obedezca a la masiva visibilidad que ofrecen las no tan nuevas tecnologías. Tal vez administraciones pasadas sabían cómo mentir sin dejar tanto rastro. Probablemente antes éramos todavía más ciegos. No lo sé. El caso es que en la actualidad, más que un instrumento, el engaño es la esencia del quehacer gubernamental (por no decir el quehacer mismo). Qué lamentable. Pasamos de la mentira política a la política de la mentira, de una democracia deshonesta a una auténticamentirocracia, y desde entonces nuestras valiosas instituciones, aquellas que nos salvan del autoritarismo y la barbarie, y que costaron sufrimiento cuando no ríos de sangre, poco a poco pierden autoridad, se desmoronan, una a una.
Si ese es su invencible deseo, si carecen de otro recurso, que los políticos sigan reclutando incautos. Qué más da. Ya serán los contrapesos democráticos, los jueces constitucionales, los organismos internacionales, los periodistas profesionales, los intelectuales no alineados (y tampoco alienados), los ciudadanos responsables quienes se ocupen de evidenciar a la mentira política. Pero lo que bajo ningún supuesto podemos permitir es que el engaño ocupe el nada sencillo lugar de la visión estadista, de la estrategia gubernamental, del conocimiento técnico, de la experiencia, de la honestidad, de la vocación de servicio y de la razón.
Alcemos la voz, luchemos por la transparencia, pidamos respuestas, cuentas claras, plazos, soluciones, y comencemos, sobre todo a través del voto, a construir un gobierno de verdades. Entretanto, en tierra de sofistas, recordemos las palabras del jurista español Andrés Betancor cuando, con sabor poético, proclamó: “Tu mentira me embriaga, y mi alma se abreva en el odio y la sinrazón; en la desunión. Tu mentira es la enemiga de la democracia”.
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Foto portada: fuente/revistaespejo.com