Cuando de impacto social se trata, lo de menos es la realidad, pues todo estriba en apariencia, en maquillar el cascarón y no así en trabajar el núcleo. Vivimos en medio de actores, con simuladores que moran en vidas prestadas, junto a falsas existencias. ¿Cómo, entonces, iban a seguir viviendo mis héroes? Los estereotipos de la corrección, el ejemplo a seguir, mis héroes, desde que la razón desenmascaró los ocultos artificios sociales de que subsisten, se desplomaron de forma intempestiva, uno por uno, sin excepción.
Comprendí que sus presuntos “superpoderes” devienen de las ciegas y obvias concesiones de fe que, motivados por la desidia, les hacen constantemente quienes creen en ellos. Los héroes viven gracias al aura de impresión que los rodea y aleja, casi de manera automática, del natural escrutinio de la mayoría.
Detrás de todo gran hombre siempre hay una sarta de mentiras.
Ante la vacuidad de todo cuanto existe –la misma que hace de los actos humanos simples y vacías manifestaciones pasajeras– no resta más que colegir, a propósito del éxito acuñado a nivel social, del fin último instalado en la mente colectiva, que los hombres tan sólo son el reflejo de lo públicamente externado o ideado sobre su persona, con independencia de la veracidad o pertinencia que tras ello exista. “Quizá conozcamos entonces que la cosa en sí es digna de una risa homérica, que mucho, e incluso todo, es apariencia y propiamente está vacío, en concreto, vacío de significación”, aseveraba Nietzsche.
El hombre, ante los demás, es lo que deja o provoca ver acerca de sí mismo. Representa una exótica planta de dudosa procedencia. Se aprovecha del fértil desconocimiento que sobre él tienen los demás: sabe que nuestra visión es corta, que ésta llega hasta el punto en que comienza la confianza para con el otro, hasta donde los sentidos adquieren el carácter de espectadores y donde los espectadores pocas veces encuentran sentido. Queda claro: sólo un mínimo ámbito del otro puede ser explorado y conocido. El resto, o sea, el foro interno, lo esencial, está basado en creencias y mitos de difícil comprobación. De ahí proviene el gusto por la simulación (pequeño obsequio al ego con tangibles consecuencias sociales) y el riguroso respeto a la crítica social (imagen pública). El hombre, pues, no es sino materia envuelta en conceptos y, en la mayoría de las veces, simple concepto sin correspondencia material. Ya lo decía Camus: “El éxito es fácil de obtener. Lo difícil es merecerlo”.
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Así lo aprendí entre los hombres, incluso de quienes encarnaban mi versión ingenua sobre el éxito. Cuando de impacto social se trata, lo de menos es la realidad, pues todo estriba en apariencia, en maquillar el cascarón (visible ante todos) y no así en trabajar el núcleo (visible sólo ante nosotros). “El secreto del éxito se encuentra en la sinceridad y la honestidad. Si eres capaz de simular eso, lo tienes hecho”, declaró alguna vez Groucho Marx.
Vivimos en medio de actores, con simuladores que moran en vidas prestadas, junto a falsas existencias. El incesante correteo de las manecillas del reloj –cuya velocidad, tal parece, incrementa en proporción al avance tecnológico–, so pena de cobijarnos eternamente en los brazos del olvido, impone la obligación de asumirnos más pragmáticos (superficiales) hasta para convivir con los demás. Ya no hay tiempo de escarbar almas y conocer el ser. Debemos conformarnos con la fachada, con la punta del iceberg, con el parecer. Al fin y al cabo, nada es para siempre ni verdadero –los impostores se dicen implícitamente unos a otros–. Hoy, aquí, en este juego, gana quien mejor simule.
¿Cómo, entonces, iban a seguir viviendo mis héroes? Los estereotipos de la corrección, el ejemplo a seguir, mis héroes (escritores, juristas, políticos, músicos, artistas, etc.), desde que la razón desenmascaró los ocultos artificios sociales de que subsisten, se desplomaron de forma intempestiva, uno por uno, sin excepción. Comprendí que sus presuntos “superpoderes” –tan admirados y codiciados– devienen de las ciegas y obvias concesiones de fe que, motivados por la desidia, les hacen constantemente quienes creen en ellos.
Los héroes, salvo exiguas excepciones originadas en la mitología o el cómic, viven gracias al aura de impresión que los rodea y aleja, casi de manera automática, del natural escrutinio de la mayoría. Recuerdo a Lichtenberg cuando decía: “A la gloria de los más famosos se adscribe siempre algo de la miopía de los admiradores”. A los héroes –que ya no son los míos– se les obvia y dispensa de cualquier demostración. En la duda descansa su poder, misterio, liderazgo y confianza. Pocas veces son cuestionados y descubiertos. Los efímeros pero universales efectos del prestigio protegen y consolidan a los héroes: seres cuya creciente y exógena incertidumbre, tal como sucede con los dioses, termina dotándolos de poder que inspira, cuando no temor, sí respeto. Héroe, por consiguiente, no es quien mejor es sino quien mejor aparenta ser. Heroísmo, contrario a lo aceptado en la antigüedad, es sinónimo de prestidigitación y no así de valentía o poder. De nuevo, ¿por qué seguir creyendo en los héroes?
Si lo pensamos detenidamente, la parafernalia del heroísmo encuentra su origen en la propia naturaleza humana, entre otras cosas reacia, temerosa al compromiso. La hipengiofobia (miedo irracional a la responsabilidad) que permea en el grueso de las personas –¿quién pondría en duda que tan sólo un puñado encara sus deberes?– hace que éstas busquen desesperadas, por vía de la religión o la política, delegar sus obligaciones sociales y hasta personales en quienes son capaces y están dispuestos –o al menos así lo aparentan– a redimirnos de todo mal. ¿Quién desea realizar lo que me corresponde?, pregunta indolente la mayoría como queriendo disimular su flojedad. La gente acomodaticia, es decir, la masa, siempre busca deshacerse de los deberes para (des)ocuparse en “cosas más importantes”. Es en este ámbito pavimentado de irresponsabilidad y olvido donde nacen los supuestos héroes: hábiles contenedores, basureros, de la negligencia humana que se vende a cualquier precio.
Aún recuerdo cuando de pequeño –época en que, gracias a la falta de referentes, cada minuto era inigualable y lleno de felicidad– miraba atento y admirado a esos héroes sociales cuyo sólo caminar los distinguía del resto de las personas. Recuerdo cómo sonreír, expresarse y hasta vestir y oler eran en ellos actividades sumamente diferentes, propias de una especie superior a la nuestra.
Bastaba cruzar camino con algún héroe para, al instante, reducir mi persona a la categoría de espectador. Su mera presencia me impresionaba. Tras saludarlo de mano, no se diga después de intercambiar algunas palabras, solía preguntarme todavía presa de la emoción: ¿qué habrá pensado de mí?, ¿cómo será el resto de su día?, ¿tomará los cubiertos de la misma forma que todos?, ¿algún día seré como él?, etc. Pues pensaba, vaya inocencia, que los héroes, supuestos hijos de la divinidad, pertenecían a realidades distintas, privilegiadas, que por lo mismo eran inaccesibles para los mortales como yo. Craso error: no existen héroes ni realidades distintas –tampoco dioses, cabe decir–, tan sólo mitos e histriones que gozan de parodiarlos.
Confieso que alguna vez, embebido por el concepto tejido alrededor de los héroes a base de rumores, traté de imitarlos. Me expresaba como ellos lo hacían, no importando si entendía a cabalidad el trasfondo de lo dicho; adoptaba ademanes suyos que parecían, además de elegantes, únicos; invocaba sus nombres y frases en cualquier tertulia para blindar mis comentarios ante la crítica; presumía la relación profesional que eventualmente tenía con algunos héroes; descalificaba a quien no los comprendía y, en fin, los héroes, mis antiguos héroes, eran la referencia de todo cuanto en mi vida requería de genuina orientación. Y no me culpo porque, como decía Blaise Pascal, “siempre se admira lo que no se entiende”.
Sin embargo –aquí viene el alivio–, con el paso de los años –no de cualquiera, sino de los que están repletos de aprendizaje– comencé a incursionar en diversos ámbitos al lado de esos “metahumanos”, los héroes, y mi concepción acerca de ellos cambió sobremanera. Lo primero en desmoronarse fue su carácter invencible: por supuesto, los héroes carecen de superpoderes, no son perfectos y tampoco infalibles, pues a lo sumo, tras años de práctica, llegan a ser expertos impostores –expertos, sí, pero al cabo impostores–. Después cayó su inflada capacidad: la verdad es que los héroes no pueden hacer, ni en cantidad ni en calidad, todo cuanto fanáticos e incautos injustamente les atribuyen.
Contrario a lo esperado, son los seres más inseguros dentro del ideado poder en que viven, por eso caen, al menor pretexto, presa de la envidia y la descalificación (hola, señores gobernantes). Enseguida se vino abajo la filantropía y, por ende, la honestidad que profesan: como buenos humanos, dotados de un ego ambicioso, los héroes únicamente velan por sus propios intereses, son egoístas, no obstante de que a la luz pública salgan disfrazados de altruistas o generosos. Por último, la fama de los héroes reventó haciéndose pedazos y comprendí que sólo una mínima parte de su reputación es real, pues el resto está compuesto de mitos diseminados en forma calculada a lo largo y ancho de la sociedad. Nada, salvo la mentira al descubierto, quedó de ellos: el héroe no nace ni se hace, es fabricado en el imaginario social.
Desvelando la verdad oculta detrás de los héroes, así comenzó el ocaso de los míos y, tras ello, el ocaso de mis valores compartidos, de mis fines sociales, de mi esperanza hacia mucho de lo que hay en esta vida, por más difícil, incomprensible y tétrico que esto resulte (llámenlo autoboicot, no me importa). Desde que sorprendí a la ficción ocupando el lugar que le corresponde en justicia al mérito, desde que advertí cómo el éxito actualmente se cimienta en engaños, decidí regirme con arreglo a normas propias, reglas ajenas al aplauso social pero sinceras, desconocidas aunque más justas, criticadas pero únicas. Ya no persigo el éxito, quiero mantenerme auténtico.
Cuando los héroes se desploman nos damos cuenta de que vivimos dentro de una gran ficción donde, si deseamos protagonismo, el requisito es menguar hasta convertirse en charlatán. Los parámetros del éxito hoy resultan desdeñables: la sociedad premia el esfuerzo siempre y cuando éste sea empleado en simular y no en progresar. Cuando los héroes se desploman reparamos en que nada tiene valor intrínseco. Cuando los héroes se desploman nos liberamos de imposiciones sin sentido, somos libres. Cuando los héroes se desploman existe la posibilidad de emprender un verdadero cambio. Por eso, matemos a nuestros héroes. Caminemos por una senda distinta, propia. Que de ahora en adelante, sin tapujos, nos llamen Antihéroes.