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Yukio Mishima: un viviente llamado a morir con honor

Yukio Mishima, quizá el más importante escritor japonés del siglo XX, un auténtico samurái en constante guerrería con los vicios gestados en occidente, quien se ofrendó en mente y cuerpo para devolverle a Japón la gloria, a poco más de 50 años de su dantesca muerte continúa siendo un viviente llamado a morir con honor.

“Quiero hacer de mi vida un poema”.

–Yukio Mishima

Sólo el suicidio ritual estuvo al tono de sus atribuladas circunstancias que de por sí yacían muertas incluso antes de nacer. Hombre rebelde, excéntrico, violento, vigoréxico, ultranacionalista y fanático del Bushido que lo marcó desde pequeño gracias a su abuela Natsu. Yukio Mishima, quizá el más importante escritor japonés del siglo XX, un auténtico samurái en constante guerrería con los vicios gestados en occidente, quien se ofrendó en mente y cuerpo para –sin éxito– devolverle a Japón la gloria, a poco más de 50 años de su dantesca muerte continúa siendo un viviente llamado a morir con honor. Su prolífica obra, testimonio sangriento de un mártir, donde letras y acciones son lo mismo, hoy cobra especial significado en un mundo caracterizado por la creciente inclinación a despreciar –y desperdiciar– la oportunidad que constituyen los días.

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25 de noviembre de 1970 es una fecha emblemática, de inigualable carga simbólica y espiritual, en la historia de la literatura universal. En ella, horas después de entregarle a su editor el borrador de La corrupción de un ángel (novela de verdadera consagración con la que se completa la tetralogía El mar de la fertilidad), la última diatriba en contra de la decadente sociedad japonesa de posguerra, Yukio Mishima al fin ejecutó, tras años de dolorosa reflexión, lo que sería el acto más congruente de su vida: en compañía de cuatro miembros de la Tatenokai (es decir, de la Hermandad del Escudo, una milicia privada liderada por el propio Mishima que agrupaba a cerca de 300 jóvenes ultranacionalistas) tomó uno de los cuarteles de las Fuerzas de Autodefensa de Japón ubicado en Ichigaya, Tokio, desde cuyo balcón, frente a soldados y medios de comunicación, profirió un discurso que exaltaba la figura del Emperador Hirohito, al tiempo que denunciaba la urgente necesidad de retomar, a través de un golpe de Estado, las bases morales y el camino espiritual que fraguaron la grandeza japonesa, con el único y noble propósito de evitar que sus contemporáneos cayeran presos del capitalismo importado de occidente. Sin embargo, como suele ocurrir con las ideas que nacen a destiempo –parafraseando a Víctor Hugo–, Yukio Mishima no causó el efecto deseado. Todo lo contrario: a cambio de su levantamiento frustrado, tan sólo fue blanco de burlas y rechazo, de ese trato incompleto que aleja al “loco” sin desterrarlo por completo; injusta contraprestación que lo llevó –sin importarle que estuviese a un paso del Premio Nobel de Literatura, el orgasmo literario de los que viven de la ovación– a inmolarse mediante el ritual del seppuku (también conocido como harakiri), la forma más honrosa de morir para un samurái –como el que en esencia era Mishima– cuando se ha fallado en alcanzar la misión más significativa en la vida.

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Fuente: culturainquieta.com

Escribió Mishima a propósito de su hermosa –por calculada– muerte: “A mi parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente, es una agonía, es desgarrarse el propio cuerpo. Todo esto me ha llevado a pensar que, como artista que soy, debo tomar una decisión”. Líneas que además de vaticinar el inusitado desenlace, incluso comenzaban a cercenar, a matar, poco a poco, como sólo las más silenciosas enfermedades (parasitarias bombas de tiempo) lo saben hacer, antes de que llegara la estocada final consistente en un desgarramiento abdominal seguido de la decapitación. Cuánta literatura hay en estas palabras, en la muerte que se retrotrae al nacimiento mismo, en la infructuosa lucha contra nuestra reacia naturaleza. Después de todo, a ratos desde una perspectiva social, a ratos fuera de metáforas, la muerte es el sino del hombre inadaptado y excéntrico, ser despojado de anclajes mundanos cuya lastimosa circunstancia lo incita a buscar el momento oportuno para romper el reloj y vaciar lo que resta de arena. Al respecto, continuaba el último samurái de la literatura: “Me hallo al borde del momento de mi vida en que todas las patas de la mesa han desaparecido… Estoy agotado”.

Dejando de lado las implicaciones filosóficas del suicidio como medio de expiación espiritual –de redención o confirmación del no ser, pensaba Philipp Mainländer–, tema convenientemente incomprendido en nuestros días donde todo orbita alrededor del miedo (“habitamos un mundo gobernado por el miedo, el miedo manda”, reza el conocido poema de Eduardo Galeano), o sea, del afianzamiento irracional hacia una vida superficial y complaciente repleta de falsas esperanzas basadas en una quimérica inmortalidad (decía Mishima en una de sus novelas: “Y comprendí que la fuerza que alentaba tal esperanza no era más que esa convicción primitiva y mágica que todos tenemos, la convicción de que yo era el único que jamás moriría”), ¿qué enseñanzas podemos extraer del pensamiento/acto de este prosista japonés que escribía con tinta y hechos?

Yukio Mishima (nacido en el año 1925 bajo el nombre de Kimitake Hiraoka), literato lo mismo prolífico que incomprendido (pues llegó a escribir 34 novelas, 50 obras de teatro, 25 colecciones de cuentos y 35 libros de ensayos, sin ejercer la influencia deseada), desde un punto de vista ideológico, dada su inmanente rebeldía que le valió el rechazo social, es comparable a un Diógenes de Sinope caminando por las calles con su lámpara encendida en busca de hombres honestos; a un Aristarco de Samos que cuestionó el statu quoformulando su teoría heliocéntrica; o al Zaratustra nietzscheano siendo objeto de escarnio tras anunciar en la plaza pública el advenimiento del Superhombre. Su irrefrenable deseo de cambiar las circunstancias (“Mi necesidad de transformar la realidad era una necesidad urgente, tan importante como las tres comidas diarias o dormir”, manifestó sobre el particular), sumado al gusto por la transgresión como modo de vida (sentenciaba: “La esencia de la acción es transgredir con una energía irracional el límite en el que está fijada la racionalidad”), prescindiendo entre uno y otro, entre deseo y acción, de los muros de incongruencia o de las distancias donde aflora el falso parecer, son características que hacen de este autor un mar de lecciones. Aquí algunas de ellas:

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Fuente: www.perfil.com

Ninguna diferencia debe existir entre pensamiento y acto. Al menos en el caso de los seres humanos (bípedos, bihemisféricos, bipolares, sexuales, con cerebro e intestinos, con razón y pasión), la dualidad tiene el propósito de equilibrarnos a base de complementos, mas no partirnos en dos entidades autónomas y contrarias entre sí que suman cero al grado de nulificar cualquier impulso. De suerte que así como resulta imposible caminar, avanzar, sin que ambos pies se dirijan a una sola y misma dirección, de igual manera el hombre que no armoniza pensamientos con actos, el incongruente, está impedido de alcanzar un verdadero progreso, no obstante las falsas señales que reporta su mecánico movimiento en los hechos. Pensamiento y acto son inescindibles, tan necesarios uno del otro, por el simple hecho de que constituyen diversas expresiones de nuestra escandalosa esencia. Escribía Ralph Waldo Emerson: “Una acción es la perfección y la publicación del pensamiento”. En consecuencia, la discrepancia entre lo pensado y lo actuado supone suicidio, o por lo menos automutilación, en el sentido de que nos muestra incompletos, a medias. Pobres de quienes, cediendo a la presión mayoritaria, privilegian el parecer y terminan diluyéndose en la oscura masa. A ellos, abortadores ideológicos, temerosos del qué dirán, glotones del aplauso social, despreciadores de sí mismos, el eterno olvido aguarda. Mientras acto se oponga a pensamiento, seguiremos sin probar la más dulce de las mieles: el ser auténticos. Continuaba Emerson: “Ser uno mismo en un mundo que constantemente trata de que no lo seas, es el mayor de los logros”. Salir de la confortable pasividad que implica guardar silencio, ese es el primer llamado de Mishima.

Nuestros más elevados deseos necesitan llegar hasta sus últimas consecuencias, incluso cuando la vida está de por medio. Los seres humanos vinimos al mundo a crear, y como necios demiurgos que somos, cocreadores cuánticos de esta dimensión, tenemos la importante misión de materializar nuestras ideas (lo que en esencia somos), de acortar la distancia que separa la realidad del pensamiento, el ser del deber ser. ¿Qué sería de nosotros sin una impronta que dejar en este mundo? Un organismo, una colección de trastornos psicológicos, un nombre, una clave más en la lista nominal de electores, pero jamás humanos en el estricto sentido de la palabra. Para que la existencia sea una obra acabada, no basta con respirar y mantener medianamente activas las demás funciones fisiológicas, sino que es imprescindible animar todo cuanto reside en el plano mental, parir los resabios fecundantes de la sinapsis. Esto que llamamos vida es una valiosa oportunidad de concretar nuestros deseos, a cambio de los cuales hay que entregarlo todo, incluso la vida misma, puesto que el valor de ésta no se constriñe al nacimiento, sino que está determinada por el contenido de cada respiro.

La grandeza de los pueblos depende de sus bases ideológicas, mismas que debemos defender a toda costa. Hoy atestiguamos, como nunca, una generalizada devastación cultural a manos del capitalismo exacerbado que todo cosifica a su paso. Los valores de grandeza, pilares sobre los cuales se erigieron las más notables civilizaciones, cada día mueren siendo desplazados por el consumismo que, al tener como centro de gravedad a la aprobación masiva por parte de terceros (adicción agravada en el caso de los nativos digitales), hace del ser humano un verdadero bufón cuya razón de existir es satisfacer a los demás, sin importar cuán degradantes sean los medios empleados para conseguirlo. Únicamente el recuerdo queda de aquellos sistemas morales fundados en honor, corrección y fortaleza. No sorprende que estemos rodeados de numerosos problemas sociales, que el entorno esté pudriéndose y hieda. Urge rescatar las bases morales del pasado que apostaban a la superación del hombre, en la inteligencia de que la secuela del tiempo es crecimiento y no sostenimiento del confort. Necesitamos devolverle a los pueblos su grandeza originaria, y esto sólo será posible si ganamos la lucha ideológica que hoy con un amplio margen domina el materialismo.

El camino del ser humano, como el del samurái, es la muerte. Debemos meditar sobre ella para disfrutarla a cada instante. Aceptémoslo: todo nace para morir. Prueba de ello es que la vida está compuesta de fenómenos perecederos (nada permanece, anticipó Heráclito). Lejos de lo generalmente aceptado, a medida que el tiempo transcurre perdemos, mas no acumulamos. De ahí que la muerte sea más relevante incluso que la vida misma. Vida es detonador, desencadenante, causa de la muerte. Es chispa que posibilita el fuego abrasador de la extinción. Vida es medio, muerte es fin. Así, la vida tiene por función establecer las condiciones necesarias para que la muerte logre su cometido. Miremos de frente a la muerte, sin tapujos. Si interpretamos la existencia en orden ascendente (crecimiento) y no descendente (deterioro), seguiremos siendo dependientes materiales y esclavos del capitalismo. Entendiendo la vida en su justa dimensión, como incesante muerte, como perecer diario, lograremos eliminar el apego material de las personas, de tal manera que cada uno, a sabiendas de que el escaso tiempo se agota y de que vinimos a cumplir una misión determinada, aprovechará al máximo cada día. Cambiemos nuestra concepción de muerte y tengámosla en alto estima. Esta es otra de las más valiosas enseñanzas de Yukio Mishima, quien en Confesiones de una máscara declaraba: “La debilidad que mi corazón sentía por la Muerte, la Noche y la Sangre era innegable”.

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Más nos vale morir con honor. Si irremediablemente todo es extinción, incluyendo la vida misma, asegurémonos una muerte gloriosa que justifique la gradual tortura de los días. Incluso más significativo que el arribo, así debe ser la partida, el último acto. No elegimos cómo, cuándo y dónde nacer, pero la muerte sí presta oídos a los rigurosos dictados de la voluntad. El óbito, cual acto de coronación, es nuestro y de nadie más. Por eso hay que prepararlo, cultivarlo mediante una vida de reflexión llevada al límite. Recordemos que muerte no es negación sino confirmación de vida. Cada día, cada pedazo de vida, en realidad es una pequeña muerte. Morimos en proporción al ritmo que vivimos. De ahí que, salvando la evidente paradoja, moriremos con honor siempre que saquemos lo mejor de la vida, es decir, siempre que obtengamos algún provecho del momento, de la porción de muerte que a diario nos acosa y debilita, mas no pulveriza (aquí la clave). El secreto está en explotar nuestra muerte tanto como podamos, en morir con estilo tras servir a causas superiores. Invirtamos el punto de vista y disfrutemos, cual fósforo que se consume brillando, de los instantes, de las muertes a escala que nos llegan en forma de horas y años, de sonrisas y lamentos, de ganancias y pérdidas.

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Fuente: geopolitica.ru

Genuina congruencia traducida en sacrificio por nuestros ideales, ese fue el magnífico legado de Yukio Mishima, quien desde la muerte todavía apremia a la vida. Empleando sus propias palabras, cabe preguntarse en el colofón: “¿Queréis tanto a la vida como para sacrificar la existencia del espíritu?”. La moneda está en el aire. ¿Por qué cara apostaremos?