‘El club de la pelea’ es una película de 1999 dirigida por David Fincher, la cual no fue del todo bien recibida por varios críticos del medio. Cuenta con las actuaciones de Brad Pitt, Edward Norton y Helena Bonham Carter. Un oficinista, decide cambiar el ritmo monótono y gris de su vida, para ello, emprende un viaje, en el cual se encuentra con el sin vergüenza vendedor de jabones Tyler (Brad Pitt). Se da lugar al giro que esperaba, pero los resultados no serían los previstos.
Contra el cliché comercial del medio cinematográfico
Desde la dislocación de la patencia normativa, ahí, en esa zona fronteriza entre lo alucinatorio y la lucidez, el protagonista bifronte (porque tiene dos personalidades) logra salirse de la homogeneidad. La implementación de una técnica subversiva, en la cual la formación de individualidades está enlazada con el despertar del ímpetu; ese brío dormido por los encadenamientos mercantilistas de la domesticación del deseo, posibilita una comunidad de marginados.
La película nos adentra al terreno de lo disruptivo, pues la pelea canaliza lo animalesco del sentir humano: devorados entre los alaridos de la multitud, siendo vistos por otras subjetividades que se salen de la norma consumista, se hace apremiante la canalización de esos cuerpos anti-regulativos; esos espacios simbólicos que están aprendiendo a decodificar el entramado semántico del discurso unilateral del sistema; toda alteridad es posible en tanto auto-sacrificada.
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Cabe destacar, que en su momento fue muy criticada por el uso de la violencia, sin embargo, tales críticas denotan la falta atención y análisis hacia la congruencia fílmica que expresó fielmente el director. La violencia no es per-se, tiene una connotación ritualista, y pese a que en el centro se mantenga una intención auto-destructiva, eso no le quita valor, al contrario, quien se preste a mirar con ojos nihilistas podrá apreciar los matices más allá de los golpes.
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La figura mítica de Tyler como el fundador de «El club de la pelea»
El paso del protagonista, a ser despersonificado por medio de mitificarlo, se hace necesario para instaurar una narrativa comunitaria; el lugar de los otros, los marginados, tiene incidencia social, cuando el fundador lo convierten en tótem. El artefacto a adorar será ellos mismos, vistos por los ojos del fundador: Tyler. El ojo que mira, se convierte en lo mirado.
Esta desustancialización se permite, desde un terreno en donde la intervención de Dios se contempla escasa, como lo último que queda en la botella de vino, se desecha porque ya no vale ni el esfuerzo que implica levantar el recipiente para dar el último trago. Así, la figura de Tyler, el luchador nihilista, apestado por las cargas de la modernidad y la siempre maquinante apetencia mercantilista contra la que se para firme desde su disrupción, se convierte en figura de la comunidad de los marginados. Esos hombres que, a fuerza de salirse de la normativa, aprenden a instaurar un nuevo orden.
La locura como condición necesaria del cambio
Lo curioso, es que, a razón de poder irrumpir en la trama homogénea del sistema, el protagonista tiene episodios alucinatorios en los cuales, ese alter-ego nihilista y disruptivo, toma el mando. El contrasentido toma su lugar desde esa zona antirracional: la locura. Nos dice que la oportunidad de dar un contragolpe al sistema, es desde el contrasentido mismo.
El hombre navega en una polaridad esquizofrénica, su cuerpo es vertedero de las concepciones anti-normativas. Se convierte, por medio de sus etapas alucinatorias, en ese otro necesario para la fundación de una comunidad alterna. Su yo imaginario accede al mundo racional en la dislocación del sujeto sometido al orden capital. Con esto, se permite emerger la patencia disruptiva que se carga en todos los que conforman ‘El club de la pelea’, porque en cada uno, de manera analógica, existe un Tyler. En la era moderna, cuando se ha perdido todo, ni Dios le puede quitar la libertad al hombre.