Cumplir 30 años amerita más que una celebración. Llegar a esta edad de implicaciones incluso esotéricas, exige que nos detengamos un momento, bajemos la mirada y reflexionemos sobre lo que hicimos y tenemos que hacer para mejorar nuestra vida.
Cumplir 30 años amerita más que una celebración. Llegar a esta edad de implicaciones incluso esotéricas, exige que nos detengamos un momento, bajemos la mirada y reflexionemos sobre lo que hicimos y tenemos que hacer para mejorar nuestra vida.
Dos amaneceres más y el calendario acabará siendo un insignificante trozo de papel (así de efímeras son nuestras valoraciones). Sin remedio, poblará el cesto de basura, maltrecho, usado, agotado, junto a lo que alguna vez fue. Me desharé de él para luego reemplazarlo, como lo hago a diario con tantas otras cosas. Ninguna novedad hay en el acto, aunque la sensación es distinta, ciertamente especial, tal vez un poco cursi. “Te echaré de menos”, le digo. No al calendario, por supuesto, sino al registro que entraña.
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Cómo evitarlo. En esta ocasión, al oficializar el final de una época, arrastrará consigo varios de los mejores momentos de mi vida, las experiencias edificantes, los recuerdos de mis alocados años veinte. Estoy a punto de atravesar el tan esperado y sufrido umbral de la supuesta madurez humana.
Desengañado, soltero, sin vástagos, con sueños en trámite y victorias insípidas, más ambicioso, menos amargado, así recibiré los treinta, etapa de las grandes creaciones, diría Rulfo; de los grandes negocios, diría Bezos; edad de prédica y misiones, diría un tal Jesús.
Como cualquier cambio, este tránsito generacional viene repleto de adioses y bienvenidas. Y es que nuestrainquieta finitud humana impone la obligación de abrirle paso a cosas nuevas. Escribir y borrar, escribir y borrar, escribir y borrar, así se resume la vida.
Por eso, no me resta más que decir: hasta nunca estrambóticos, culposos, enérgicos y esperanzadores días veinteañeros. A pesar de la distancia, jamás olvidaré que ustedes fueron asesinos del impulso adolescente, comadronas de la libertad con mayúscula, coliseos de hazañas boxísticas, cómplices de sublimes lecturas, testigos de la formación profesional, flotadores en medio del naufragio ideológico, treguas en épicas borracheras, emisarios del tiempo que casi todo lo repara, coartadas de numerosos errores y fracasos, maestros del saber extracurricular.
Dolor, sudor, superación, eso fueron. De ahí que siempre vivirán en mi memoria, años que añoro. Representan, tanto como la infancia, el fundamento de lo que soy: un extinto flaco, un rebelde declarado, un soñador despierto, un visionario miope, es decir, otro hombre en clara picada que sigue clamando su chance de vida, la gran ocasión, la suerte a la que cantaba Héctor Lavoe.
Ahora, más vale cerrar el palacio mental de los recuerdos (mi literatura privada, como alguna vez los llamó Huxley). De lo contrario, corro el riesgo de extraviarme en un tiempo inasible, y no menos interesante, aunque de sobra conocido, es lo que está por delante: preocupaciones mundanas, agudos reparos existenciales, altos niveles de tolerancia, algunos compromisos duraderos, decisiones calculadas, atrofias musculares, agotamientos inexplicables, todo resultado de tomar consciencia de uno mismo y descifrarse, ahora sí, en carne propia, fuera de las ambiguas enciclopedias, como un simple mortal.
Así me lo anticipó la vigésima novena primavera, esa nada sutil probadita de vejez compuesta de resacas cuyo fin parece nunca llegar, de malestares que enriquecieron mis conocimientos anatómicos, de incómodas charlas solemnes donde me llaman “usted”, pero también de múltiples satisfacciones personales e intelectuales que legitiman el camino recorrido y me convierten en un orgulloso hombre de experiencia, en un verdadero treintón con pláticas no tan aburridas (creo).
Lo admito: el balance, después de todo, reporta más ganancias que pérdidas. Hasta el día de hoy podría decirse que mi vida resultó ser un buen negocio, y debería estar agradecido por ello, lo sé. Aun así, no logro sentirme alegre, mucho menos conforme o tranquilo (“qué raro”).
Estando a salvo de los recuerdos, de nuevo el panorama se torna crudo y frío, de nuevo el sinsentido sigue siendo el único sentido. Llegaré al tercer nivel tal como imaginé: desgastado por fuera e intacto por dentro. A diferencia de lo ocurrido con el cuerpo, siento que mi espíritu es el mismo de hace diez e incluso veinte años atrás. Igual que el hombre acabado de Papini, quizá nunca fui niño, quizá siempre he sido un viejo que creció antes de tiempoy permanece incólume al paso de los años. O tal vez mi debilidad por arruinarlo todo es la que habla.
Como sea, aquí estoy, tratando de sacarle jugo al tiempo, dándome un respiro para analizar el pasado, buscando un pretexto que me permita continuar escribiendo. Si lo que sigue es mejor o peor, qué más da. La clave está en saberse entre adioses y bienvenidas, en aprovechar al máximo cada uno de nuestros preciados días, en alzar la voz y sentenciar cual Walt Whitman: ¡Carpe díem!