La película ‘El Proceso’ (The Trial) de Orson Welles, lanzada en 1962 en Europa, genera en el espectador una sensación de confusión y en ocasiones, de incomodidad. La situación del protagonista Anthony Perkins (Josef K.), quien despierta en su habitación siendo acusado por un crimen, refleja sintomáticamente la descomposición de un sistema jurídico y burocrático. Las cosas empeoran constantemente porque cada actitud, cada palabra lo incriminan más.
La cadencia perniciosa de la monotonía estructural encierra al protagonista en el tip-tap de las maquinas: síntoma fiel de la mecanicidad con que se desarrolla el discurso que crea culpables desde la burocracia. Así es, los crea.
Llega un momento en que el espectador asiente discretamente sobre la culpabilidad de Josef K, es decir, interpretar al acusado es hacerlo desde lo ambivalente. El discurso de persecución por parte de la autoridad burocrática y jurídica incrimina progresivamente al protagonista, hasta el punto en que el espectador se pregunta, ¿En realidad es inocente?
Los espacios sin conexión
No podríamos hablar de espacios sin lo corpóreo; una silla, un ser humano o una maquina son cuerpos que portan lo simbólico, es por eso que la producción de individuos angustiosos por medio de una especie de estética burocrática (representada Tintorelli), crea sujetos esclavizados. Sentirse culpable es la producción de una interioridad que termina por cumplir la demanda del sistema: el sometimiento.
Los cuerpos están alienados, son voces unificadas que sólo en apariencia son diferentes pero en realidad dicen una misma cosa en el fondo: el sistema formal, la legalidad sin lo humano. A su vez, la falta de continuidad de los espacios responde al sin sentido en el que se encuentra sometido Josef K. Quitarle el horizonte que le asegure al ser humano un antes y un después, y estará a merced de la angustia. Tendrá que aferrarse a su voluntad porque no hay nada fijo en esto.
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La trama ocurre sin conexión lineal de los lugares y los espacios cerrados, en los que a menudo se encuentran los actores, sirven mucho para poder ver las intenciones, las máscaras que revisten la maquinaria. En ocasiones hay una desproporción entre Josef K. y el lugar que ocupa en el plano, generando una sensación de patetismo, de que la situación lo ha sobrepasado.
Producción de individuos angustiados
En la trama aparece el pintor Tintorelli, al cual recurre Josef K. con la esperanza de que le dé algún indicio para resolver su proceso acusatorio. Sin embargo, este pintor podría representar la formalidad estética; un arte angustiosamente formal que da lugar al cómo nos percibimos dentro de un sistema punitivo.
El artista está aislado, es especialista en pintar jueces. La intersubjetividad del discurso jurídico y burocrático es el resultado de un arte que en verdad no es libre. Todo pertenece al tribunal: el sitio del pintor, los materiales, los símbolos producidos en el lienzo, etc.
El pintor ha dado en el clavo sobre esta producción de individualidades angustiosas porque le dice a Josef K. “debe elegir entre la absolución aparente o el aplazamiento ilimitado”. No hay solución definitiva, no hay nada concreto. ¿Todo esto es alucinatorio?
Necesitan quebrantar al hombre que se ha atrevido a cuestionar el proceder del sistema, quebrarlo moralmente. Hacerle creer que es culpable y que merece ser perseguido, y él se entregará solo.