La pandemia de COVID-19 que ha azotado al mundo desde aquel distópico año 2020 es, sin demérito de su lado aciago y cruel, una valiosa oportunidad para despertar del también mortífero estado de enajenación en que nos encontramos como humanidad.
“Yo os digo: es preciso tener todavía caos dentro de sí
para poder dar a luz una estrella danzarina. Yo os digo:
vosotros tenéis todavía caos dentro de vosotros”.‘Así habló Zaratustra’, Friedrich Nietzsche
La pandemia de COVID-19 que ha azotado al mundo desde aquel distópico año 2020 es, sin demérito de su lado aciago y cruel, una valiosa oportunidad para despertar del también mortífero estado de enajenación en que nos encontramos como humanidad.Mientras ‘Time’ de Pink Floyd, gracias a la psicodelia que descansa en el solo de David Gilmour, poco a poco hace de mi estudio un espacio digno de inspiración, pienso (otra vez) en cuán efímeras resultan ser las cosas. El café, la batería del móvil, el enamoramiento, los orgasmos, el dinero, los domingos, el poder, los minutos y la vida, todo se desvanece ipso facto, deprisa. Y si bien esta fugacidad es de sobra conocida, nunca en la historia contemporánea había sido tan evidente como hoy, en la era del COVID-19.
Salvo algunos genios literarios, y por supuesto la ciencia, nadie podría haberlo sospechado: fue, para colmo de la grandeza humana, un liliputiense asesino, un agente infeccioso microscópico acelular, un ser imperceptible quien con franca agresividad exhibió nuestros problemas de salud, alimentación, higiene, consumismo, eficacia gubernamental, respeto a las leyes, o sea, la cara más lamentable de nuestra presunta civilización.
No cabe duda de que la COVID-19, al margen de las implicaciones estrictamente epidemiológicas, hizo que la sociedad “enseñara el cobre” y, con ello, todo un penoso repertorio de conductas en apariencia superadas, pero que en realidad se mantenían camufladas. Cómo olvidarlo: tras el anuncio oficial de la pandemia, bastaron unos cuantos días para que la comedia humana (en palabras de Balzac) desfilara frente a nuestros ojos todavía perplejos. Así, fuimos testigos de falsas esperanzas, compras nerviosas, fake news, negacionismo, teorías conspirativas, remedios milagro, dependencia social al alcohol, improvisación gubernamental, delitos financieros, bancarrotas, desempleos, lucros excesivos, etc.
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¿Y todo este arduo recorrido para llegar a dónde? Ni más ni menos que al repugnante colofón que, en el contexto de una inviable estrategia de inmunización, protagonizan tanto los privilegios denunciados en la aplicación de las primeras vacunas, así como el descarado entreguismo a intereses extranjeros promovido por el mismo movimiento político que obtuvo el poder prometiendo justo lo contrario.
Alguna vez escribió Jean Paul Sartre: “A los verdugos se les reconoce siempre. Tienen cara de miedo”. Y vaya que tenía razón. A la luz del anterior recuento dos cosas son claras: el miedo saca lo peor de las personas, y pocos fenómenos causan más miedo que una pandemia. “Nada alentador, ¿no es cierto?”, me digo en voz alta entretanto ‘You Can’t Always Get What You Want’ de The Rolling Stones suena en las bocinas del ordenador.
- Fuente: informefracto.com
Sin embargo, aun en medio de la oscuridad, contra cualquier pronóstico adverso, siempre es posible apelar al refrán que reza: “Nada es tan malo como aparenta, ni tan bueno como se comenta”. Tal como reza ‘El Kybalión’, todo lo que existe en el universo tiene su opuesto igual y exacto, de manera que en algún grado lo negativo resulta ser positivo, y viceversa.
¿Qué son muerte, dolor y sufrimiento sino antesala de la superación? Sobre todo en la tragedia está la semilla del progreso. Así lo expresa otro conocido refrán: “A río revuelto, ganancia de pescadores”. Bajo esta premisa, la pandemia de COVID-19 que azotó al mundo desde aquel distópico año 2020 es, sin demérito de su lado aciago y cruel, una valiosa oportunidad para despertar del también mortífero estado de enajenación en que nos encontramos como humanidad; una inmejorable pausa para analizar nuestra forma de vida y perfeccionar el camino; un dolor de parto que anuncia el arribo de mejores días.
Desde un punto de vista social, la emergencia sanitaria, y en especial el confinamiento al que sin remedio nos condujo, podrían representar (si así lo queremos) el ocaso de los más arraigados automatismos del hombre moderno, los cuales claramente alimentan la perversa decadencia del sistema donde hoy creemos desarrollarnos. Porque no tuvimos alternativa y pausamos nuestras actividades comunitarias, al fin conocimos de primera mano lo que en verdad significa aislarse, lo que implica escapar del radar social (ese poder vigilante que hemos internalizado) y actuar libre de cualquier presión impuesta por los otros.
Así, en solitario, lejos del ojo orwelliano, despojados de máscaras y confrontados con nosotros mismos:
Presenciamos cómo el concepto de Dios fue épicamente derrotado, junto a sus desiertas agencias ideológicas que son las religiones, al verse incapaz de ofrecer una explicación concluyente y fiel a sus postulados paternalistas que les permitiese a los creyentes recobrar un poco la calma. Hoy, rodeados de caos, lo único que logra escucharse es el silencio de dios, y verlos caer, uno a uno, destrozados, a los actos de fe, resulta escalofriante. Pero todavía más tétrico es observar que iglesias, templos, sinagogas y mezquitas se mantengan cerradas igual que las bocas de sus principales “líderes espirituales”, quienes de vez en cuando rompen el mutismo para emitir inútiles palabras de aliento, o bien para solicitarle a las autoridades sanitarias que sean contemplados dentro del sector prioritario de vacunación, sin importarles que sus devotos estén debatiéndose, atónitos, en un océano de incertidumbre.
Colocamos otra vez a la muerte en el centro de las conversaciones cotidianas. El mundo contabiliza ya alrededor de dos y medio millones de muertos por COVID-19, casi tantos como tuvo la Batalla de Stalingrado, el más sangriento combate que marcó a la Segunda Guerra Mundial. En pleno Antropoceno (edad de los humanos) las personas se desploman cual hojas de otoño. La existencia cuelga de una tirada de dados, y los días se miden en decesos. Es inusual despertarnos sin la dura noticia de que algún personaje público, familiar o conocido fue víctima del maldito virus. Es imposible no retratarse a diario en la pérdida ajena. Tal vez nunca habíamos experimentado una tan palpable institucionalización del óbito.
Evidenciamos las sutiles ataduras con las cuales el establishment impide que alcemos el vuelo. Tan pronto como suspendimos los automatismos que solemos englobar dentro de la llamada “realización personal”, cobramos conciencia del omnipresente condicionamiento al que estamos sometidos. Desde el distanciamiento social, fuera de la pecera, en calidad de espectadores y no de protagonistas, nos asaltó una posibilidad por demás incómoda: quizá escuchamos todas las voces, menos la propia; tal vez la faena diaria es consecuencia, no de nuestros deseos, sino de la expectativa social que cargamos en hombros.
Advertimos que estábamos desperdiciando nuestro tiempo. Gracias al encierro el instante se mide en luz y oscuridad, sol y luna, energía y cansancio, más allá de absurdas prisas y lentitudes pesarosas. Nuevamente, como en la infancia, vivimos a la velocidad que nos satisface, y es entonces cuando redescubrimos, no sin antes lamentarnos, que detrás de los típicos roles sociales hay un tiempo malgastado que bien podríamos haber empleado en tareas más provechosas, como lo es cumplir nuestros sueños y marcar la diferencia.
Reparamos en que el cuidado de nuestra apariencia está sobrevalorado. Si en confinamiento los rostros lucen sobrios o barbados, los cabellos desteñidos o largos, las ropas viejas o raídas, ¡qué importa!, todo fluye con normalidad, seguimos siendo la misma colección de vicios y virtudes. Vistiendo lo estrictamente necesario miramos, primero recelosos, luego arrepentidos, el armario repleto de billetes derrochados y gustos importados, de prendas que sólo ostentan pero nada sustentan, y resulta inevitable concluir: demasiados recursos sacrificamos en cuestiones accesorias para (aquí viene lo peor) gustarles a los demás y ser aceptados en un pérfido mundo donde gana quien se ocupa de las actuaciones más que de las acciones.
Nos dimos cuenta de que gran parte de nuestros problemas provienen del consumismo desbordado al que, nos guste o no, estamos habituados. Justo porque esta crisis sanitaria reordenó con guadaña en mano nuestras prioridades en la vida distanciándonos de lo baladí, mostramos un comportamiento financiero cada vez más responsable y acertado, en la inteligencia de que el dinero, si bien es indispensable para atender las necesidades más básicas del ser humano, al grado de que amerita ser cuidado y acrecentado, máxime ante su característica escasez (fuente de incertidumbre e incontables problemas), no es un fin en sí mismo, sino un simple medio que conviene alinear a los objetivos particulares de cada uno.
Recordamos el descuido en que se encuentra nuestra salud. Saber que gran parte de la población mexicana está catalogada como altamente vulnerable ante la COVID-19, conjugado al abrupto e inevitable sedentarismo que conlleva el confinamiento, sin duda son factores que en esta pandemia encendieron con mayor intensidad los focos rojos en torno al cuidado del cuerpo. Y ahora que cobramos consciencia del abandono en que nos encontramos incluso a nivel físico, así como de la irracionalidad que subyace de nuestros hábitos colmados de esa glotona alimentación que sólo sacia, pero desprovistos de verdadera nutrición y ejercicio (binomio ineludible para funcionar correctamente), los pretextos no tienen cabida. Más nos vale empezar a cuidar de nuestro cuerpo, pues sin éste, al menos dentro del plano existencial que nos rodea, nada es posible.
Consumimos mayor información y, gracias a ello, desenmascaramos la cada vez más cínica mentira mediática. En medio de la zozobra creada por la pandemia, en busca de respuestas que devuelvan el “piso firme” sobre el que antes caminábamos, y estando al tanto de las insalvables contradicciones en que incurre el discurso oficial, como nunca en la historia moderna nos hemos visto obligados, hasta por mero instinto de supervivencia, a recabar por doquier tanta información como sea posible. El escepticismo se instaló en nuestras mentes y lo único cierto es que no podemos fiarnos del primer dato disponible. Menesteroso es contrastar el producto de las pesquisas mediáticas y, a partir de ello, tomar decisiones fundadas. Si algo debemos agradecer al tecnologicismo sin duda es habernos confirmado que la información, y más aún los medios que la difunden, obedecen a intereses fácticos e institucionales que poco o nada tienen que ver con la verdad. Pese a que estamos muy lejos del nivel idóneo, nadie negaría que hoy somos ciudadanos más informados.
Comprobamos en carne propia que los humanos somos los principales responsables del daño ambiental. Suficiente fue que la naturaleza descansara un momento de nosotros, los más bárbaros ecocidas, para recuperar parte de su majestuosa belleza, a la que extrañamos intensamente sobre todo entre cuatro paredes. Al cabo de unos cuantos días sin tantísimos humanos deambulando cual amos de un planeta hermano, las calles lucían, como pocas veces, limpias, serenas e incluso con mayor vegetación. El cielo, a salvo de las cantidades habituales de esmog, de nuevo adoptó su prototípico color azul. En tanto que las playas y los ríos, tras albergar sólo a unos cuantos bañistas imprudentes, mostraron aguas más transparentes. En pocas palabras, el mundo estuvo de fiesta y al respecto la lección es clara: necesitamos más de la naturaleza que ésta de nosotros.
- Fuente: consultorsalud.com
Y así por el estilo podría seguir enunciando las penosas verdades que esta crisis sanitaria y su consecuente encierro nos echaron en cara, pero con lo analizado en líneas anteriores quedó confirmada la tesis inicial: difícilmente tendremos otra oportunidad como la que nos ofrece la pandemia de COVID-19 para despertar y emprender el camino hacia la superación, para vernos al espejo sin miedos y eliminar de nosotros todo cuanto desprende un olor a conformismo, para al fin hacernos responsables de lo que significa vivir.
“Todo estará bien, todo será mejor”, sentencio al ritmo de ‘Three Little birds’ de Bob Marley. Enseguida colocó el punto, no final, sino un punto y aparte.