Los estragos causados por la crisis de la Covid-19 se hacen sentir en todo el mundo y prácticamente nadie ha quedado exento de sufrir sus efectos. Miles de negocios han tenido que bajar las cortinas, las administraciones públicas en muchos países se han venido resquebrajando desde hace varios meses —o incluso ya desde hace años— y las filas del desempleo se ensanchan a un ritmo desmesurado.
Si bien las instituciones públicas han emprendido diversas políticas y programas para paliar las consecuencias de esta crisis, lo cierto es que sus efectos continúan distribuyéndose de forma heterogénea a lo largo del escalafón social. Desafortunadamente y como en muchas de las tragedias, son los segmentos más pobres los que se han visto terriblemente golpeados por esta situación.
En este sentido, la niñez, y muy especialmente la de los estratos económicos más bajos, encarna uno de los grupos más castigados por el coronavirus, a tal grado de verse en la necesidad de salir a trabajar, o peor aún, ser obligados a enlistarse en el trabajo infantil, alimentado con ello una larga y miserable cadena de explotación.
El trabajo infantil en México y el mundo
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), durante el año 2016, 152 millones de niños y niñas alrededor del mundo se encontraban en situación de trabajo infantil, es decir, casi uno de cada diez niños. De este total, cerca de la mitad (48%) realizaba trabajos peligrosos.
Como es de esperarse, a razón de los altos niveles de pobreza y desigualdad, el trabajo infantil se concentra principalmente en África (región en donde uno de cada cinco trabajadores es un niño), el continente asiático (7%) y América (5%).
Por otro lado, la mitad de la niñez trabajadora tienen menos de 11 años de edad y cuatro de cada diez son niñas. Asimismo, poco más del 70% de los trabajadores infantiles se emplean en la agricultura, seguido del sector servicios (17%), mismo en el que predominan las labores domésticas, efectuadas principalmente por niñas.
En el caso de México, según información del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), el 11% de la niñez mexicana (personas de entre 5 y 17 años) se desempeñó en un trabajo durante el año 2017, es decir, cerca de 3.2 millones de niños y niñas.
Una radiografía a lo largo del país permite observar que Nayarit fue la entidad que concentró la mayor cantidad de trabajo infantil, es decir, uno de cada cinco niños o niñas trabajadoras, seguida de Zacatecas (19%) y Campeche (18%).
En contraste, Querétaro y la Ciudad de México fueron los estados con menor prevalencia de este tipo de trabajo, con un índice de alrededor de 5% en cada entidad.
La raíz del trabajo infantil
La gran perdida de empleos alrededor del mundo y sus consecuencias atroces en las finanzas familiares, orillan a que padres y madres busquen alternativas desesperadas para obtener ingresos. Es aquí cuando el trabajo infantil se torna una opción factible ante la emergencia de obtener algo con que alimentarse y sobrevivir. Si a esto se suma el hecho de que las escuelas permanecen cerradas a causa de la pandemia, el escenario se agrava considerablemente y se incrementan las probabilidades de que un niño o niña tenga que salir a trabajar.
Aunque el trabajo infantil se perfila en muchos casos como una opción temporal ante las necesidades del hogar, las experiencias documentadas en todo el mundo demuestran que los niños y niñas en esta situación tienen muy pocas posibilidades de poder volver a la escuela, lo que quebranta sus sueños y los condena de por vida al circulo de la pobreza.
En este aspecto, la propensión al trabajo infantil aumenta considerablemente en las zonas rurales, con mayor desigualdad y en las familias en donde los padres se desempeñan en actividades informales; esto último debido a la precariedad del empleo desregulado y las bajas remuneraciones que encierra.
De ahí que estimaciones de la OIT y del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) apunten a que el empleo infantil crecerá cerca de un 5.5% durante este año, algo que sin duda pone en riesgo a miles de niñas y niños en el mundo y que, trasladado al plano nacional, se reflejará en un aumento de entre 170 y 180 mil trabajadores infantiles.
Más aún, estas instituciones pronostican que por cada incremento de 1% en la pobreza, los efectos se corresponden en un aumento de 0.7% en el trabajo infantil, lo que sin duda ejemplifica la fuerte correspondencia y causalidad entre estos dos fenómenos.
[Puede interesarte ‘Trabajo informal: más que una elección, una necesidad‘]
Posibles soluciones para aminorar el problema
En el informe COVID-19 and child labour: A time of crisis, a time to act, publicado por la OIT y la Unicef el pasado mes de junio, se insiste en el riesgo de perder el gran avance registrado en la disminución del empleo infantil:
«En las últimas dos décadas se han visto 94 millones menos de niños en el trabajo infantil. Este logro notable está ahora bajo amenaza. Es probable que la pandemia revierta el progreso y dificulte el logro del objetivo global para acabar con el trabajo infantil»
Por esta razón, dicho informe propone algunas estrategias en materia de política pública, mismas que se basan principalmente en garantizar el acceso a un trabajo digno y decente para las personas adultas. Esto toma especial importancia puesto que más del 44% de los trabajadores del planeta se desempeñaron como trabajadores por cuenta propia y trabajadores familiares auxiliares (empleo vulnerable) durante el año 2019, lo que implica laborar sin contrato, carecer de prestaciones y desempeñarse en ambientes laborales inadecuados.
A su vez, se enfatiza en la necesidad de continuar con los programas de transferencias en efectivo, garantizar la seguridad alimentaria y procurar el acceso a los servicios de salud.
Emprender y dar seguimiento a estas medidas, brindando especial atención a los que menos tienen, evitará que las familias se vean en la necesidad de emplear a sus niños o niñas y significa un avance notable y en beneficio de la justicia social.