El barrio de Las Casuarinas, al sureste de la ciudad de Lima, es uno de los más ricos y exclusivos de Perú. En este barrio, asentado sobre una de las colinas que bajan hacia la costa del océano pacífico, se ubican propiedades que llegan a estar valuadas en millones de dólares estadounidenses. Casas de gran extensión, con fachadas blancas y de materiales caros, grandes jardines con piscina, y con la firma de diseño de varios arquitectos de renombre del país. Las Casuarinas recientemente adquirió gran renombre y relevancia mundialmente, aunque no por todo lo antes mencionado, si no por el extenso y alto muro que la separa del barrio de Pamplona Alta, uno de los más pobres y marginales de la ciudad y de toda América, ubicado justo al lado.
Aquel muro, reforzado con alambres de púas en la cima, y constantemente patrullado del lado «rico», es una de las muestras más claras y descaradas de la terrible desigualdad que se vive en las ciudades latinoamericanas. Un lugar donde casas de más de $5 millones de dólares coexisten con casas de $300 dólares a menos de 500 metros de distancia. Una realidad al lado de otra, sin relacionarse y casi sin ningún contacto, como dos ciudades diferentes en una sola, para cada clase social.
La arquitectura que divide
No es sorpresa saber que América Latina es la región más desigual del mundo acorde al Reporte sobre Desigualdad de Oxfam de 2016, y que en los 4 años que han pasado desde esa fecha, puede que se haya agravado un poco más la situación. La extensa brecha entre la minoría rica y la mayoría pobre es fácil de ver en casi todos los aspectos económicos, culturales, sociales y políticos de todos los países de la región. Sin embargo, la arquitectura puede decir mucho de forma física y clara sobre este enorme problema.
Basta con entrar a las grandes ciudades de la región desde sus áreas periféricas, donde comúnmente ha quedado rezagada la población de menores recursos de cada una de estas. Un gran ejemplo de esto es la Ciudad de México, en la cual pueden apreciarse cerros y colinas cubiertos de pequeñas, grises e irregulares construcciones, cubriendo el paisaje desde varios kilómetros antes de llegar a la entrada de la ciudad. Sin embargo, el problema estético es lo menor a preocuparse de estas poblaciones, las cuales viven completamente aisladas y marginadas en cuestiones de transporte, servicios básicos, áreas verdes y de recreación. Así como completamente expuestas a males comunes como la inseguridad, la contaminación y violencia de muchos tipos.
Prácticamente todas de estas viviendas distan bastante de considerarse «viviendas dignas», un concepto que refiere a una vivienda que puede dar resolución a las necesidades básicas de una familia y de un ser humano. Además de que muchas de estas nunca terminan de construirse debido a la falta de ingresos de quienes las llevan a cabo, carecen de elementos básicos necesarios para una casa como instalaciones de servicios, iluminación natural, privacidad, y sobre todo, espacio vital para una habitabilidad correcta. Estas viviendas se han ido levantando de a poco a poco por los mismos habitantes, en un proceso lento y tortuoso, sin ningún permiso gubernamental y sin ninguna asesoría constructiva, solo guiados por la necesidad de tener un hogar.
La autoconstrucción, la marginación y la pobreza casi siempre están a las orillas, porque los más ricos tienden a quedarse con los centros de las ciudades. Al estar en una ubicación central, accesible a cientos de servicios de salud, comercio, trabajo y entretenimiento, los barrios más céntricos tienden a adquirir un valor más alto y un interés grande por inversionistas y empresarios. Así, estos comienzan a atraer a gente de clase media y alta que pueden pagar la compra o la renta de estas propiedades, a pesar de que antiguamente el barrio haya podido ser de bajos recursos. Mientras que la población de «menor posición social» que vivía antiguamente ahí, tiene que irse a un lugar más accesible económicamente, aunque se encuentre lejos, aislado y sin muchos servicios para sus necesidades.
Dos ciudades distintas
En general, estamos acostumbrados a este sistema social y esta manera de existir de las ciudades, tanto que nunca nos cuestionamos porqué nuestros trabajos, escuelas y servicios están tan centralizados. Solo hay pocas excepciones como lo es Estados Unidos, donde la población de mayores ingresos (comúnmente de etnia blanca) vive en los suburbios de las ciudades con casas enormes y jardines de gran extensión, mientras que los centros de la ciudad, descuidados y olvidados, son ocupados por las clases más bajas que tienden a ser minorías afroamericanas y latinas.
Pero peor aún, estamos más acostumbrados a vivir en lo que parecería «dos ciudades en una sola», donde cada una funciona de manera aislada pero no independiente. La poca planeación urbana que se ha llevado a cabo en muchas ciudades latinoamericanas, así como la arquitectura más icónica, se han hecho por un largo tiempo en favor de la clase media y la clase alta. Mientras tanto, los que no pueden pagar un automóvil privado para transitar por las enormes y calurosas autopistas; o los que no pueden pagar una casa con espacio de sobra y todos los servicios disponibles, tienen que existir en un espacio diferente. Ambas ciudades se dividen por muros, muros de ladrillo, muros naturales, muros viales y hasta muros inexistentes que le hacen saber al que vive más abajo que ese espacio no es suyo, y nunca lo será.