Con el albur el mexicano convive en sociedad bajo la absurda coraza de numerosos recursos lingüísticos y costumbristas diseñados a base del humor que le permite alejarse de la realidad y tomarse las cosas menos en serio.
La revelación más tangible de esta suerte de Bushido grabado en la mente de los capitalinos es el lenguaje cotidiano, y particularmente el albur, juego de palabras fundado en el doble sentido, esgrima mental de la semántica polisémica de contenido sexual que va más allá del insulto y más acá de la retórica, a través del cual los chilangos dejan entrever esa arraigada necesidad de aliviar el peso de la existencia vía el humor, de sobreponerse a la vida, no fabulándola, sino ridiculizándola.
“El lenguaje refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior”
Octavio Paz
Nacer y criarse en la Ciudad de México no tiene parangón (tanto para bien como para mal), sobre todo cuando se proviene de las mayoritarias clases bajas. Es mucho más que simple accidente geográfico. Ser cien por ciento chilango supone apropiarse, desde corta edad y sólo a veces de manera consciente, de un complejo listado de cánones morales, reminiscencias culturales hechas regla, reflejos del más primitivo instinto de conservación, signos de identidad entre los sectores populares, supuestamente útiles para luchar contra la ignominia y sobrevivir al ambiente citadino colmado lo mismo de esmog que de hostilidad y amenaza.
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Al chilango promedio, incluso antes de comenzar a caminar, se le enseña que el entorno es duro y cruel, la vida incesante guerrería, la sociedad peligrosa necesidad. Se le advierte que más vale alejarse de los inevitables conflictos sociales y, de no ser posible, que debe estar en todo momento alerta y a la defensiva, atento al movimiento de los otros. Es entrenado para huir, evadir, no así afrontar la realidad, pues hacerlo implica sacrificio y a nada es más alérgico el mexicano que a la entrega. Es incapaz de aceptar la monstruosidad ante sus ojos y necesita de la ficción para vivir. Ya lo decía Octavio Paz en El laberinto de la soledad: “el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva”. Por eso su filosofía es de corte escapista y burlona. El chilango convive en sociedad bajo la absurda coraza de numerosos recursos lingüísticos y costumbristas diseñados a base del humor (el más elevado de los mecanismos de adaptación del individuo según Sigmund Freud) que le permite alejarse –aunque sólo a nivel subjetivo– de la realidad y tomarse las cosas menos en serio. Nos dice de nuevo Paz: “El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo”.
La revelación más tangible de esta suerte de Bushido grabado en la mente de los capitalinos es el lenguaje cotidiano (donde duerme la historia de los pueblos), y particularmente el albur, juego de palabras fundado en el doble sentido, esgrima mental de la semántica polisémica de contenido sexual que va más allá del insulto y más acá de la retórica. Por virtud de este argot eufemístico, cuyos orígenes se remontan a las prácticas de los pueblos nahuas donde existían los llamados cantos de cosquilleo (canciones cargadas de doble sentido y sugerencias sexuales), los chilangos dejan entrever esa arraigada necesidad de aliviar el peso de la existencia vía el humor, de sobreponerse a la vida, no fabulándola, sino ridiculizándola.
Para algunos, el albur es un mero juego popular que pone de manifiesto el complejo de inferioridad del mexicano promedio, sujeto que continúa interpretando su historia desde la perspectiva del conquistado, tal como sostenía el filósofo mexicano Samuel Ramos. Otros, a los que me adhiero, estiman que el albur (exclusivo de nuestro país, cabe apuntar), más que insignificante vertiente de la diversión, representa una fiable muestra cultural que nos permite comprender en toda su dimensión la idiosincrasia del mexicano caracterizada por la tendencia a escudarse siempre en la broma, a la manera en que Jorge Portilla lo analizó en su obra titulada Fenomenología del relajo.
El albur, respiro para algunos y asfixiante bocanada de humo para otros (según exista o no posibilidad de respuesta), es parte esencial del chilango prototípico, del “mexicano chingón” que siempre, hasta en lo más irrelevante, se sale con la suya. Visto de cerca, fuera del prejuicio que lo rodea, y al margen de las destrezas mentales que de él subyacen (¿quién dice que alburear es fácil?), este artilugio comunicativo, no limitado a la expresión oral (pues en ocasiones incluye ademanes, gestos, expresiones gráficas y sonoras), pone al descubierto la personalidad del chilango (y, en cierto modo, del mexicano en general, puesto que hoy día el albur es practicado no sólo en la Ciudad de México): individuo mentalmente sojuzgado para quien la vida es constante lucha, infatigable competencia determinada por el machismo, por la obsesión fálica –diría Samuel Ramos– que considera, incluso entre mujeres, al pene como fuente de la fuerza masculina e incluso humana (¿por qué la mayoría de los insultos apelan al aparato reproductor del hombre?).
Ser que prefiere, pese a su autoproclamada valentía, escabullirse, distanciarse, de la realidad mediante el chiste tejido alrededor de tabúes, de tópicos censurados que de ningún otro modo saldrían a la luz, porque este tipo de mexicano excedido en el disimulo (que “se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco”, en palabras de Octavio Paz) es, además, temeroso de los retos que emergen de la realidad y del qué dirán. A través del albur, entonces, habla la vida del chilango: devenir cargado de asuntos silenciados, de tragedias irresolubles, de justificaciones absurdas que de alguna manera deben desahogarse, y nada mejor –dice el mexicano ordinario– que sea por conducto del acto risible que no causa dolor ni ruina, del humorismo, antiguo consenso social en el que, cual sombrero de mago, todas las cosas tienen cabida, incluso las más sagradas y lastimosas.
Dada su predominante temática sexual, y porque su presencia social entre los mexicanos es tan normalizada como extendida, el albur –si bien no en la misma proporción que el internet– también hace las veces de abstracto manual introductorio en cuestiones de adulto para las nuevas generaciones cada vez más ávidas de conocimiento. Al respecto Carlos Monsiváis aseveró: “el albur es la escuela esotérica de iniciación a la sexualidad (los chistes de Pepito, la primera educación a domicilio) y la pornografía nómada”. No son pocos los que, gracias al albur y el lenguaje callejero, cambiaron su visión del mundo e interpretaron los fenómenos sexuales bajo el lente hiperreal de la perversión; los que encontraron mayor elocuencia y sinceridad en la soez discursiva de Polo Polo que en los tendenciosos libros de texto gratuito; los que hallaron en la sabiduría del lenguaje popular la solución a muchos de sus dilemas existenciales más privados.
Son muchos, si no es que la mayoría, cuya primera formación informal resulta afín a estos supuestos, y no podía ser de otra forma, pues, como dije, el mexicano estadístico rehúye enfrentarse a la crudeza ontológica, al grado de ni siquiera discurrir o comentar, al menos de manera abierta, objetiva e informada, los temas socialmente estigmatizados, por más vitales y naturales que éstos sean. La iniciación sexual de los mexicanos, por ejemplo, sigue estando sustentada en los rumores. Que el albur sea uno de los diversos vehículos eufemísticos por los que viajan los tabúes en nuestro país confirma la tesis planteada líneas atrás: el mexicano vive ocultándose y es reacio al mundo de los hechos. Quizá este sea el germen de nuestros más sensibles problemas sociales.
Con lo anterior no pretendo sostener que el albur es nocivo, decadente, censurable, indigno. No, este combate verbal me parece un ejercicio complejo, respetable y divertido que expresa muchas de nuestras raíces culturales y pone a prueba la agilidad mental de las personas (tanto es así que desde pequeño soy fan de los reyes del albur mexicano, Chaf y Queli). Mi intención es otra. Deseo encender las luces ámbar en torno a un tema que de verdad resulta preocupante: la personalidad del mexicano común y corriente, temeroso ridiculizador de la vida, prófugo de la realidad, amante del eufemismo, en el que todavía palpitan dañinos resabios colonialistas, traumas históricos que bajo ningún supuesto favorecen el progreso personal y mucho menos social en nuestro país.
En todo caso, albur es una proeza lingüística, única en el mundo, al que solamente se le acercan el calambour francés y el ritual insults inglés, que merece la atención del intelecto, más aún de la inmarcesible duda inherente a los escritores (albañiles de la palabra, guardianes de su época), no sólo porque el lenguaje debe ser analizado y empleado en todos los frentes (sea del lado culto o del lado coloquial), sino también por su función reveladora, pues a través del mismo es posible detectar fortalezas y debilidades de los pueblos, labor imprescindible a la hora de sentar las bases del progreso social.
En este punto vale la pena parafrasear las sabias palabras del renombrado sociolingüista José Boquitas Veloz cuando, en su momento, dijo al grueso de sus alumnos: Sólo quienes piensan y usan la cabeza agarran el sentido de las cosas, sacan la blancura, la pureza del lenguaje y no se hacen pelotas, sino que juegan con la sabiduría, viven alegres, pues les gusta ver ganancias. ¿De qué talla? Esta pregunta es lo de menos. Algún día, chicos, me darán la razón, darán el ancho y sabrán, como los antiguos, que no es lo mismo Anita siéntate en la amaca, que siéntate en la amaca Anita.